Fue el regalo por llegar a los 15 años. Mis papás me invitaron a un viaje por Suramérica. Me fui con mi primo Camilo. Fue una experiencia increíble. Ya con pierna peluda podíamos subirnos la edad unos años para intentar tener más chance con las extranjeras de 20. El mechón de ALF de todas maneras nos daba una imagen de híbridos extraterrestres y ronquetos por los gallos destemplados que salían a delatar el cambio de voz.
Llegamos a Rio de Janeiro. Mágico. Monumental. Apoteósico. Pero no quiero generar falsas expectativas. No me acuerdo de muchas cosas. Sólo de algunas con relativa relevancia. Un par nada más.
Hablaba yo con mi primo Camilo sobre temas muy interesantes y profundos: de féminas y levantes. Recuerdo que estábamos en el lobby de nuestro hotel, cuando de repente se nos acercan dos bellas argentinas. "Podés hablar por favor?", me dijo la rubia de ojos azules. "Perdón?", le respondí preguntándole. "Eso, eso, mirá qué lindo hablás", dijo con acento argentino. "¿De dónde sos?", me acorraló. Muy linda argentina. Fueron tres días donde los gallos de los quince años se fueron afinando. Quedamos enamorados. Nos escribimos por varios meses. Hubo declaraciones de amor y cosas de esas que pasan a los 15.
De ese mismo paseo en 1989, me acuerdo cuando fuimos al estadio Maracaná. Espectacular. Una enorme edificación de cemento con capacidad para 200 mil personas. Tremendo escenario. El mismo lugar que en 1950 vio cómo la copa del mundo se iba de las manos brasileras, hacia las manos de los uruguayos. Desastre. Maracanazo. Tristeza mundial.
Esta historia inolvidable, nos la contó con miles de detalles un estupendo personaje que apareció en la tribuna durante nuestra visita al mítico templo futbolero. Era un negro agradable y divertido. Gordo. Gigante. Se paró en la tribuna y nos saludó con una pregunta: "¿De dónde son?" Lo segundo que hizo, fue recitar absolutamente todas las ciudades de Colombia. Una maravilla.
Su nariz y boca eran tan enormes como las tribunas del Maracaná. Narraba el partido de 1950 entre Brasil y Uruguay. Era la final. "Por el sistema de campeonato de ese entonces, con el empate, Brasil era campeón", dijo sabiendo que el cuento terminaba en tragedia.
"Empezamos ganando. Todo era alegría. Nadie nos podía quitar la copa, pensábamos. Yo tenía mi camiseta de Brasil debajo de mi chaqueta. Empezamos ganando y con gran orgullo me quité la chaqueta y lucí mi camiseta amarilla. Éramos campeones con el 1-0!", se veía radiante el morocho. "Pero oh oh, nos empató Uruguay y ya no quedaban uñas en los dedos", seguía. "Segundo gol de Uruguay y me volví a poner la chaqueta. La tristeza nos inundó y ese gran sueño terminó siendo una pesadilla. Adiós mundial. Adiós a la gran oportunidad", contaba y contaba con gracia. Y este señor, como millones de brasileños soñaban con el desquite histórico en este 2014. Por ahora tendrán que esperar.
Confieso que tuve un contraste de emociones con la eliminación de Brasil en este mundial. Perdió feo una selección de la que fui seguidor cuando era niño.
Como todo, el fútbol también enseña cosas importantes en la vida, así lo comentábamos con mi amigo Juan García. Y este mundial sí que nos enseñó cosas a los colombianos.
Y como pasa en este mundo, habrá cosas que se olvidan y otras que no. Esta por ejemplo hace parte de la historia de un país, potencia mundial en el fútbol que en su segunda oportunidad de ser campeón, vio cómo otros en su propio patio, hicieron la fiesta.
Me imagino que cuando lleve a mis hijas al Mineirao, habrá un personaje que con gran diversión y espontaneidad tan típica de los brasileños, contará con detalles el 1-7 que les metió Alemania en las semifinales de 2014. Como de película de ficción y terror al mismo tiempo.